El flamboyán mostraba en sus raíces la humedad de las lluvias recientes y en sus ramas más altas se posaban los cormoranes. Estaba a un costado de ese pequeño hotel de Marbella, en Cartagena, regido por Enrique Sedeaux, un francés afincado en el Caribe. Podría ser hoy un hostal de mochileros; llegábamos ahí los reporteros y fotógrafos encargados de cubrir el Festival de Música del Caribe, un evento que realizaba cada año Paco de Onís. También estaban ahí orquestas, como el entonces joven Grupo Niche, de Cali. De cara al mar, el hostal de Sedeaux brindaba cama y alimento.

Sedeaux había dispuesto unas largas mesas con tablones apoyados sobre troncos de palmeras, en los que diariamente teníamos un menú único: pescado frito, arroz con coco, tostones de plátano y limonada con panela. Cada tarde, el Grupo Niche ensayaba debajo del flamboyán, hasta el momento de trasladarse al Circo de Toros, como se llamaba la vieja Plaza de Cartagena donde el reggae cada noche levantaba una fenomenal polvareda.

Estaban ahí, en la arena, Larry Harlow, Paco de Onís, Alejandro Obregón, entre otros, dándose tragos de ron Tres Esquinas, mientras los grupos llegados de todo el Caribe saludaban con un “¡Hola Cartagena!” Fue precisamente Harlow, uno de los primeros en señalar la calidad interpretativa del Grupo Niche. Así lo expresó en un reportaje que me brindó antes de subir a tarima.

Me dijo que sin duda esta era una de las orquestas representativas de Colombia; aseguró también que no hubiera tomado el camino de la Salsa, sin una vacación que le deparó la vida en La Habana, cuando era todavía muy joven y el sonido de los tambores que siguen la elación del guaguancó, le dijo que ahí estaba parte de su existencia como artista. Para entonces, era un joven judío de clase media neoyorquina, fascinado con la música cubana. Varela andaba enamorado de una bella pianista de Cali que vivía en el barrio San Antonio y decidió luego irse a París; pero ella, por esos días del Festival de Música del Caribe, decidió ignorar al músico y se fue de gancho con un cadete francés; tenía su goleta anclada en el muelle de Cartagena.

Pero más que el amor, lo desvelaba la música. Después del Circo de Toros, el ensayo continuaba en las noches; las voces, con acordes de trompetas, llegaban hasta las habitaciones: “De romántica luna/ el lucero que es lelo…si supieras la pena que un día sentí/ cuando cerca de mí tus montañas no vi…” Tarry Garcés, sobrino de Petronio Alvarez, “El Cuco”, tocaba el saxo en el grupo. En varias ocasiones, entre el calor y el jugo de tamarindo que el propio Sedeaux arrimaba con una jarra a los músicos, me acerqué para ver la partitura del tema que nos deparaba ya tres noches de insomnio.

Le pregunte a Tarry, y me dijo que se trataba de un homenaje a Cali, una canción que no dejaba dormir, tampoco, a Varela, en esos días de 1983. En el grupo de músicos estaba siempre un norteamericano, sin camisa. Sudaba a mares; nunca supe si era arreglista, representante de orquestas. Tampoco supe su nombre. La verdad es que de esa criba musical en Cartagena y otros desvelos en Cali, nació en 1984, el otro himno de la ciudad, “Cali Pachanguero”. Llegó en el álbum “No hay quinto malo”. Era la feria de Cali de 1984 y se organizó un jurado para elegir el tema de esas fiestas. Del jurado hizo parte Luis Fernando Caicedo Lourido, hijo del director del diario Occidente, Alvaro H. Caicedo. Luis Fernando regresó a la redacción con el entusiasmo de haber dado un veredicto certero: “Medardo, me dijo, tienes que escuchar esa canción…se llama Cali Pachanguero, sin duda es el tema de la Feria…”.

Claro, era la misma del desvelo en Cartagena y comprendí cuánto aliento e inspiración había necesitado Jairo Varela para hacerle este homenaje a la ciudad. Las primeras notas de esta melodía que hoy va por el mundo, se quedaron engarzadas en aquel flamboyán de Marbella, en los ires y venires de Sedeaux, quizá uno de los primeros hosteleros con sentido ecológico que conocí entonces. Cada mañana acercaba un balde lleno de sardinas a los pelícanos que con paso chaplinesco venían hasta el comedor al aire libre.

Las aves marinas comían de su mano. Ese recuerdo del génesis de una canción que identifica a Cali en cualquier lugar del mundo, unido a la apoteosis de Varela en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, son dos momentos que hoy no paro de recordar. Este último fue en la cima de Montjuic, en 1992. Las delegaciones del mundo desfilaban al ritmo de canciones célebres. El Rey Juan Carlos I presidía el acto en su palco, de pie. De pronto, en la televisión mundial apareció el título de una melodía: “Una aventura”, y más abajo, el crédito: “Jairo Varela, Colombia…”

El tono de esa interpretación, en ritmo flamenco, todavía repica en la memoria: “Una aventura es más bonita/ si no miramos el tiempo en el reloj/ una aventura, es más bonita/ cuando escapamos solos tú y yo…” El coro, que se extendió por toda España, era como una escena de Lelouch en la película Un hombre, una mujer: “Reventamos, estamos que reventamos/ cada vez que de frente nos miramos/ y los pies bajo la mesa nos tocamos/ y un beso robado queda siempre como adiós…” Como Rubén Blades, un poeta de la Salsa. Me pregunto ahora quién le cantará a Cali y al Valle del Cauca, al río Atrato, a Buenaventura, como lo hizo Varela de manera tan singular. Se fue temprano debiéndonos muchísimas canciones. Ya lo había dicho Mercedes Sosa: “Si se calla el cantor, calla la vida”.

Tomado de: https://www.salsaconestilo.com